Jorge
Roberto Marquez Meruvia[1]
¿Recuerdan a Sophia Calvo Aponte?,
posiblemente la respuesta sea no. Seguramente los familiares sean los que la
recuerden y la mantengan viva en la memoria. Fue Sophia quien en agosto de 2014
reunió a aproximadamente 4000 personas en el atrio de la catedral de la
basílica de San Lorenzo exigiendo por la paz. Sophia Calvo Aponte es una
víctima más de la violencia y del feminicidio en Bolivia. Su perdida convoco en
Santa Cruz de la Sierra un gran despliegue por parte de la sociedad civil y de
los medios de comunicación, a los pocos meses quedo en el olvido, junto con
otras muchas mujeres que pasan por este vía crucis. Para los medios de
comunicación muchas de estas mujeres dejan de ser personas y quedan convertidas
en simple estadística en las unidades policiales de lucha contra la violencia,
parafraseando a Galeano: “mujeres que no figuran en la historia universal, sino
en la crónica roja de la prensa local”.
Desgraciadamente,
es ahora Andrea Aramayo Álvarez una víctima más de una sociedad que no quiere y
no le da la gana de cuestionarse, un dato más de una mujer a la cual le
quitaron la vida. La Paz es la ciudad que ahora se viste de luto e indignación.
Andrea, Shopia y quizá una larga lista de mujeres que un día unos “machos”
acabaron con sus sueños, sin pensar en la consecuencia de sus actos y
probablemente muchos de estos varones gocen de impunidad dentro del sistema
judicial boliviano: lento y que puede ser comprado por el mejor postor. Los
agresores, los asesinos, aquellos que siguen sueltos y que no se inmutan por sus
actos, ahora están por las calles como si nada pasara. El caso de Andrea, nos
muestra que no importa el estrato social del agresor y nos da luces de las
decadentes élites sociales y su comportamiento.
William
Kushner Dávalos, quien se supone que es miembro de una muy buena familia
paceña, de una cómoda posición económica es autor de la brutalidad de cegar la
vida de Andrea. Probablemente su accionar sorprendió a gran parte de la
población ya que él es parte de las pocas familias de élite de la sociedad
boliviana; sin embargo ya en 1930 Carlos Medinaceli sostuvo que los que se
definen como la clase alta boliviana son “desaristocratizada”, presentada
únicamente “la cholería del amor al lujo, a las comodidades, a la vanidad de
aldea”[2].
También H. C. F. Mansilla menciona: “…nuestras élites, cuyos miembros
representan a menudo palurdos enriquecidos súbitamente, vanidosos sin
refinamiento, torpes sin clemencia, seres a los cuales literalmente el humo se
les subió a la cabeza para no bajar nunca más. Hay que ver el desprecio con que
tratan a sus subordinados (son temidos por sus secretarias y el personal de
servicio) y cómo se humillan ante los que son más poderosos que ellos.”[3]
Nuestra
sociedad se encuentra en un punto crucial: cambiar y dejar de lado nuestras
perniciosas costumbres, o hacer de Andrea una víctima más y un dato estadístico
de feminicidio.