miércoles, 17 de junio de 2015

Breve reflexión sobre la Magna Carta


Jorge Roberto Marquez Meruvia[1]  
    
Volver a escribir después de un largo periodo, trae consigo retos. Posiblemente sea egoísta, o la realidad en la que vivimos sea prosaica y previsible. Sin embargo, no puedo darme el lujo de ser un pensador ágrafo, ese sitial es ocupado por el maestro Sócrates y por más esfuerzos que haga nunca podré dar la talla para compararme con él. La voluntad, según Kant, nos obliga a tomar acciones y en estos días por esas influencias externas me volví a reconciliar con la solitaria y olvidada república de las letras. Sé que el volver a escribir tiene una carga de egolatría, pero en este caso en particular, también la influencia de tres amigos amantes de las letras y un maestro. Debo este modesto esfuerzo a: Enrique Fernández García, Brian Camacho Sequeiros, Jaime Alejandro Guerra Gutiérrez y al maestro Jorge Luis Borges.

El mes de junio tiene dos fechas importantes: el 6 de junio de 1944, cuando los Aliados desembarcaron en Normandía y el 15 de junio de 1215 (hace ya 800 años) nacía la “Magna Carta” (conocida también como la Gran Carta Estatutaria). Es esta última la que inspira estos párrafos. En 1215, Juan I (también conocido como Juan sin Tierra) uno de los reyes más crueles de la historia británica. Juan I, hacia lo que le daba la gana, algo muy parecido al accionar de la “Compañía” de la “Lotería de Babilonia”. Imaginemos por un instante: “…un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla...[2].

En el caso de Juan I sus más bajos deseos y delirios deberían ser obedecidos sin ninguna duda por los nobles que integraban su corte y los siervos. Juan sin Tierra amaba financiar guerras en el exterior para enaltecer su ego, era dueño y señor de los hombres. Sus deseos terminaron en cobros elevados de impuestos y en el asesinato, persecución y encarcelamiento de todo aquel que no acatara sus órdenes. Al ser su Majestad un hombre que había conocido por mucho tiempo la dicha, le toco al igual que el resto de los hombres conocer la desdicha, la amargura y la tristeza. En 1215 un grupo de aristócratas cansados de sus abusos tomaron Londres y lo obligaron a firmar la Magna Carta. Dicho documento cuenta con 63 cláusulas, que actualmente en su mayoría han sido derogadas. Sin embargo la cláusula 39 es una de las más importantes… “Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango de cualquier otra forma, ni usaremos la fuerza contra él ni enviaremos a otros a que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley del reino. A nadie se le venderá, negará o retrasará su derecho a la justicia. Obviamente debemos mencionar que en ese tiempo los “hombres libres” eran pocos (la aristocracia) y el grueso de la población eran siervos. También es necesario mencionar que la Magna Carta se encuentra redactada en latín, la nobleza de ese tiempo hablaba francés y los que eran parte del estado llano se comunicaban en inglés.

Actualmente la Magna Carta es el fundamento de las libertades del individuo contra el poder de la arbitraria autoridad déspota. Es la base de las democracias modernas y constituye parte del gran legado cultural de Europa Occidental. Lamentablemente, en América Latina y en grandes partes del Tercer Mundo, las libertades que emanan de la cláusula 39 son de beneficio de pocos, de aquellos que hablan en nombre del pueblo. Como nos explica sabiamente Borges… “Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar […] La Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de la que prodigan los impostores[3].


[1] Politólogo
[2] Jorge Luis Borges, Ficciones: La Lotería de Babilonia
[3] Jorge Luis Borges, Ficciones: La Lotería de Babilonia